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Sursum Corda. En el nombre de Dios, ¡dejen de hacer el mal!

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SURSUM CORDA
En el nombre de Dios, ¡dejen de hacer el mal!

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

No se debe vivir en la mentira, en la maldad, en la violencia y en la corrupción. Cuánto daño se le hace a los demás; cuánto daño se ocasionan las personas a sí mismas. Ahí están las pruebas, la destrucción, las lágrimas y los hechos de todos los días que confirman los resultados de una vida apegada a la maldad.
Cuesta trabajo frenar una vida que ha escogido el camino equivocado. Se intenta de muchas maneras persuadir a las personas respecto de esos caminos de destrucción que han escogido y que les provocarán momentos de amargura y soledad, a pesar de la seguridad que tengan para obrar así.
Cuántas cosas tienen que pasar para que haya personas que dejen de percibir la belleza y la bondad de la vida. Cuántas cosas se dejan de ver y valorar para sumergirse en un estilo de vida frenético y vacío de la bondad. Cuántas cosas llegan a vivir, al grado de enmudecer la conciencia, endurecer el corazón y aborrecer la luz, la bondad, la verdad, la belleza y la maravilla de la vida.
Ante casos difíciles y extremos no basta recurrir a la razón y a la demostración del sentido de la vida. El problema no es su falta de percepción sino su falta de corazón. No basta argumentar y clarificar la verdad porque en el fondo se le intuye y reconoce, pero la maldad y el rencor van desdibujando la humanidad y sensibilidad espiritual de las personas.
No basta, pues, demostrar sino amar; no basta argumentar sino orar por estas personas cuando han llegado a extremos de maldad e insensibilidad. No se debe claudicar, sino saber esperar que al final el sentido de pertenencia y la chispa del amor provoquen el retorno de estas personas. Se puede recurrir a la familia, a los valores, a Dios, a los hijos, a las personas que los quieren y están dispuestas a perdonarlas, a rescatarlas de su mal proceder.
Dentro de estas posibilidades suena esperanzador, paternal y poderoso el recurso de San Pablo cuando invita a los hermanos a recapacitar y enmendarse en la vida. Hay momentos en la vida en los que se debe recurrir a lo más grande y puro, a los más hermoso y sagrado, a la fuente misma de la vida y del perdón.
El texto sagrado no lo dice, pero es como si en la meditación llegara yo a percibir que a Pablo se le quiebra la voz y casi al punto de las lágrimas llega a decir a los hermanos: “En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios”.
¿A quién más recurrir? ¿Quién tiene el poder de tocar el corazón? ¿Qué más recurso tenemos que invocar? ¿Qué más se puede hacer cuando se llega a extremos de maldad? Sólo Jesucristo puede llegar al corazón, cuando nosotros al hablar a estas personas, no logramos penetrar su interior. Solo Jesús puede captar su atención, cuando pasan de largo ante nuestras palabras y buenas intenciones. Solo Jesús puede provocar el llanto en estas personas, cuando nuestras palabras solo les pueden provocar odio y coraje por su cerrazón a convertirse.
Solo Jesús puede lograr que depongan su actitud perniciosa y lleguen a cambiar de vida. Solo Jesús puede lograrlo porque nunca cometió pecado, porque a través de la entrega de su propia vida logró reconciliar al mundo con Dios. Solo Jesús puede lograrlo porque fue muerto por nuestros pecados, superando de esta manera el odio y la muerte en el mundo.
Ante lo que vivimos en Veracruz y en México; ante el flagelo de la violencia que sigue lastimando vidas y familias; ante el azote de la guerra en el mundo, también nosotros como San Pablo tenemos que decir a las personas implicadas: en el nombre de Dios, dejen de hacer el mal; por el bendito nombre del Señor no a la guerra, no a los asesinatos, no a los secuestros, no a las desapariciones, no al aborto, no a la maldad que lastima a las personas y ofende el corazón de un Dios que es pura bondad y misericordia.
Hemos invocado la razón, el diálogo y los valores para suplicar a todos a deponer las armas de la maldad. Y sentimos cómo no ha sido suficiente este llamado. Nos vemos, muchas veces, en la necesidad de invocar lo más grande y sagrado que tenemos para pedir cordura, sensatez, conciencia, reconciliación y arrepentimiento por el bien de nuestros pueblos, por el bien de la humanidad.
Que este llamado que nos hace el Papa y la consagración que ha hecho de Rusia y Ucrania muevan nuestros corazones para que en el nombre de Cristo Jesús sigamos pidiendo por la paz del mundo, reconociendo que en nuestros propios ambientes se promueven guerras y discordias que siguen dividiendo a los mexicanos.

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