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Sursum Corda. Somos hijos del rey, pero su corona es de espinas

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SURSUM CORDA

Somos hijos del Rey, pero su corona es de espinas

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Jesús se nos está muriendo en la cruz. Este es el mensaje que la palabra de Dios nos comparte en la fiesta de Cristo Rey, con la que concluye el año litúrgico en la Iglesia. Y, como sucede con la muerte de nuestros amigos y seres queridos, cuando llega este momento triste y doloroso, se nos vienen de golpe tantos recuerdos.
No dejamos de pensar, ahora que pierde la vida, en la vitalidad del Señor; ahora que se va apagando esta vida, no dejamos de pensar en cuántas vidas encendió el Señor; ahora que se contempla en la debilidad, no dejamos de recordar tanta fortaleza para levantar a los caídos, para enfrentar las insidias y calumnias y para que, en medio de las amenazas, los peligros y las persecuciones, no dejara de hablar ardientemente de los valores del reino.
Se nos muere Nuestro Señor Jesucristo, pero se quedan en el alma todos estos recuerdos de un hombre bueno y excepcional que si está precisamente en la cruz es por mí y por cada uno de nosotros.
Si lo proclamamos rey no es para asumir las categorías temporales, así como los hombres y los pueblos de la tierra reconocen y tratan a sus reyes, sino más bien para reconocer que Jesús reina desde una cruz.
Aun cuando ocupemos un título honorífico para señalar que Jesús es el rey del universo, podríamos decir que aun este título, que tiene la marca de nuestro lenguaje, se queda corto. Si tuviéramos el lenguaje de los ángeles y del reino de los cielos encontraríamos seguramente un título más encumbrado todavía para decir que Jesús es todo para nosotros.
Pero ahora dependemos de este lenguaje a través del cual queremos decir que Jesús es todo para nosotros y debe convertirse en el rey de nuestros corazones.
Las palabras de San Pablo evocan cierta nostalgia cuando dice que antes que Dios enjuicie a este mundo, Jesús tiene que reinar. Sin embargo, nos damos cuenta cómo están las cosas en el mundo: cuánto desorden, injusticia y pecado hay a nuestro alrededor. Nuestro anhelo, como el de todos los santos, es el reinado de Jesucristo en este mundo.
Por eso, al celebrar esta fiesta podemos experimentar cierta tristeza, nostalgia y pesar porque Jesús no está reinando como es nuestro deseo. No reina Jesús en la calle, en la sociedad, en los políticos y en los gobernantes, porque constatamos mucha corrupción, injusticia, mentira y maldad.
Pero lo más duro es cuando reconocemos que tampoco reina entre nosotros. No podemos justificarnos diciendo que allá fuera el mal es más escandaloso, porque entre nosotros hay un mal que nos hace ver que Jesús no reina completamente, no reina como es debido.
Lo reconocemos y lo amamos, pero hay partes de nuestra vida que cada uno se reserva, como si dijéramos: “en esto estoy con Dios, le abro las puertas a Dios, pero en esto otro me reservo y no dejo que reine el Señor”. No dejamos que entre su luz, y reina, por tanto, nuestro orgullo y egoísmo y prevalece nuestra forma de ver la vida.
Sin embargo, en la cruz sigue reinando desde el amor, la justicia, la paz y la misericordia, como lo reconocemos incluso en los últimos momentos de su vida. Se está apagando una vida, está a punto de morir, tiene los minutos contados, pero, así como lo hizo a lo largo de su vida, hasta el último momento no deja  de redimir, de salvar, no deja de ofrecernos una palabra que pueda conquistar nuestro corazón.
Eso es lo que vemos en el diálogo que sostiene el Señor con uno de los ladrones. Aquel hombre había sido condenado por alguna falta grave. De hecho, aunque la tradición lo llame el “buen ladrón”, los romanos no mandaban a nadie a la cruz por robar. Ese suplicio estaba reservado para los asesinos y para los que atentaban contra la seguridad del Imperio (esa es la acusación que hicieron a Jesús, ya que le condenaron por querer hacerse rey).
El caso es que aquel hombre, que la tradición llama Dimas, era culpable de algo serio. Él era consciente y reconocía que merecía el castigo. No estamos hablando de un ladrón sino de una persona que había cometido delitos mayores. Y no obstante esa situación ahí están los brazos de Jesucristo alcanzando y rescatando un alma.
Cuánta necesidad tenemos de reconocer a Jesucristo como rey para que sabiendo que siempre redime y está dispuesto a rescatar a todos, le digamos como este hombre: “Señor acuérdate de mí, cuando estés en tu reino”.
Este hombre nos recuerda lo que se necesita para reconciliarnos con Dios. Puede ser que nos hayamos equivocado y dejado llevar por la maldad, pero basta que uno lo reconozca. El otro malhechor no lo reconoció, sino que le reclamaba a Jesús lleno de odio. Jesús respondió a su petición: “Yo te aseguro, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”.
Nunca se olviden de invocar a Dimas, como lo conoce la tradición de la Iglesia a este “buen ladrón”. No se olviden de invocarlo cuando cometan un error y se aparten del Señor, y en medio del remordimiento tengan necesidad de regresar a Dios: “Señor acuérdate de mí...”
También en el pecado lo podemos reconocer como nuestro redentor y salvador, pues a pesar de que pueda ser delicado nuestro pasado Él puede rescatarnos y llevarnos al reino de los cielos.
Seguimos a Jesús que reina desde la cruz para que en medio de las dificultades de este mundo seamos pregoneros de su reino, al proponer la verdad donde hay mentira, al llevar la justicia donde hay injusticia, al preocuparnos por vivir como cristianos, llevando el amor donde reina la violencia y el odio entre los hombres. Por eso, decía Santa Catalina de Siena: «Sí, somos hijos del Rey, pero que no se nos olvide que su corona es de espinas».
Este es el verdadero poder de Jesucristo, como reflexiona Benedicto XVI: “¿En qué consiste el poder de Cristo Rey? No es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, encender la esperanza en la oscuridad más densa. Eso sí, que cada conciencia elija: ¿a quién quiero seguir? ¿A Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira?”

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