SURSUM CORDA
Se necesitan sacerdotes poetas que recuerden a los hombres
que aún no están muertos
Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Al P. Daniel Cruz Sánchez, neopresbítero
Padre Daniel y hermanos neo presbíteros, ustedes han prolongado en la Iglesia de Xalapa la alegría de la navidad. De la dicha que ha traído el nacimiento de nuestro Salvador, pasamos inmediatamente al gozo que nos provoca verlos ordenados sacerdotes.
Un niño siempre trae alegría, paz y esperanza. Por eso, el poeta llega a decir que: “Cada niño que nace es un signo de que Dios no se ha cansado de los hombres” (Tagore).
Si eso se dice del nacimiento, también el surgimiento de nuevos sacerdotes confirma que nadie frena esta historia de salvación, que Dios se sigue acordando de su pueblo y se asegura de encontrar y abrazar a los hombres a través de ustedes.
Como María y José esperaban tanto este acontecimiento, como ese resto fiel que a pesar de todo aguardaba el cumplimiento de las escrituras, ansioso por la llegada del Señor, también tu familia, Daniel, esperaba tanto este momento, Don Hipólito Reyes Larios y tu padre el tío Luis Alberto vieron desde la eternidad, antes que nosotros, este momento de gloria; y esta hermosa y entrañable comunidad de San Antonio de Padua que te vio crecer en la fe, cuánto esperaba tu bendición.
La contemplación de la bondad y la belleza de las obras de Dios, nos lleva a hacernos preguntas, como los padres de familia cuando miran a sus hijos recién nacidos, comparando su inocencia con la maldad del mundo, comparando su ternura con el odio del mundo, comparando su indefensión con los peligros del mundo. También nosotros nos preguntamos, como esa gente que se sorprendió de lo que aconteció en torno al nacimiento de Juan Bautista: ¿qué será de este niño? ¿Qué será de Daniel y de sus compañeros de ordenación?
Porque comienzan su ministerio en un mundo marcado por el pecado y sumido en la maldad. Les tocará atender a las personas que padecen las secuelas que dejan los secuestros; a las familias que sufren y no se pueden recuperar por la desaparición y el asesinato de sus seres queridos; les tocará acompañar a los jóvenes que son seducidos y arrastrados por los vicios y las ideologías; a los enfermos que necesitan consuelo y cercanía. Les tocará experimentar el desprecio del mundo simplemente porque son de Cristo. Ahora que están llenos de la gracia de Dios, sepan que son enviados a este mundo que está lleno de pecado.
El mismo anciano Simeón sintiéndose inspirado y bendecido no dejaba de agradecer por la dicha de contemplar y tener en sus propios brazos al Señor. Aunque inmediatamente después profetizó sobre este niño y le anticipó a María que una espada atravesaría su alma.
Por eso, me nace del alma preguntar como los papás: ¿Qué será de ti, Daniel? Pero al intentar ver tu futuro y tu desempeño sacerdotal no quiero apagar el gozo que sientes en este momento, sino que me expreso de esta manera con un santo temor, como la gente que estaba sorprendida por las circunstancias que rodearon el nacimiento del Bautista.
Viéndote trasfigurado como sacerdote, percibiendo la dulce fragancia del crisma, puedo decir como esa gente: realmente la mano del Señor está contigo. Sé cómo es el mundo que te espera, pero también sé cómo es el Señor que te llama. Pero, por ahora, Daniel, guarda en el corazón, como María, las cosas de Dios, lo que Dios está haciendo en tu vida, incluso las espadas que se vislumbran en el horizonte.
Sintiéndome verdaderamente un presbítero en el sentido bíblico del término, reconociéndome como hombre de Iglesia y asumiendo la paternidad espiritual, permíteme hacerte estas recomendaciones, padre Daniel, aceptando incluso, como hablan los ancianos, el tono radical de los consejos.
Lo primero que quiero recomendarte P. Daniel, antes que nada: “Ahí tienes a tu madre”. Recibe a María, llévala contigo. Que la sofisticación de la teología y la profesionalización de la pastoral nunca apeguen tu espíritu filial. No dudes cumplir el encargo que Jesucristo te hace para que María afiance en tu ministerio la fe, la bondad, la humildad y la grandeza de ánimo. Recuerda Daniel que, entre más marianos, más humanos y más hermanos. Para que no dejes de atender con solicitud y tratar con cariño y delicadeza al pueblo que se te confía.
Entre más responsabilidades tengas en tu ministerio -pues se ve que la mano de Dios está contigo-, no dejes de saberte hijo y de acudir a Ella como hijo para que se proyecte siempre la frescura de tu fe. Cuando necesites fortaleza, consejo y consuelo no dejes de acudir a María, porque como dice Fray Leopoldo de Alpandeire: “Solo el que se hace como niño puede ir a llorarle a mamá”.
Pero así como Ella te cuida y te pone en su regazo para que siempre te sientas amado, Jesús también te encarga a su madre, protégela. Protege a Dios, como San José protegió al Niño Jesús. Hay muchas amenazas a la fe. Por eso, no dejes de proteger a María, de hablar bien de Ella y de presentarla siempre como el camino más corto para llegar a Jesús.
La relación filial que tengas con María te ayudará a cuidar tu fe y a defender el depósito revelado. Aunque estés lleno de conocimientos, después de los fructíferos años de formación en el Seminario, conserva la frescura de tu fe. Como recomienda San Josemaría Escrivá: “Piedad de niños y doctrina de teólogos”.
Te conocimos en esta parroquia como un muchacho alegre, sano, piadoso y bondadoso. Te escuchamos muchas veces cantarle a la Virgen. No pierdas esta piedad que forma parte de tu personalidad. Por eso, no te avergüences de tu devoción y de tu amor a María. Sigue manifestando abiertamente tu amor a Dios.
Recuerdo que una persona cuestionaba a una religiosa. Admitamos que Dios existe. Pero, ¿Por qué todas estas oraciones de rodillas? ¿Por qué amar de este modo así exagerado? Y de manera sorprendente la religiosa le respondió: “Porque el amor es exagerado. ¿Usted ha amado a una persona sin ser exagerado?”
No reprimas, por lo tanto, tu forma de expresar el amor a Dios, sé atento en el trato con Dios para que los demás viendo cómo amas a Dios, también puedan expresarle su cariño.
En segundo lugar, quiero decirte, P. Daniel, no serás dueño de la misa, de la Biblia y de los sacramentos, sino administrador de un tesoro que se te confía. Has sido considerado digno de confianza para que transmitas la fe como la has recibido. Transmite y enseña el depósito de la fe de la Iglesia, no tus ideas, no las filosofías de moda, sino la palabra eterna revelada y transmitida por la Iglesia, esa palabra que cuando llegó a tu corazón no quisiste dejar de escucharla.
Como decía Benedicto XVI: “Las opiniones humanas vienen y van. Lo que hoy es modernismo, mañana será viejísimo. La Palabra de Dios, por el contrario, es palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre”.
Un escritor clásico hacía esta reflexión: “Decía Bernardo de Chartres que somos casi enanos, sentados sobre la espalda de gigantes. Vemos, pues, más cosas que los antiguos, y más alejadas, no por la agudeza de nuestra propia vista o por la elevación de nuestra talla, sino porque ellos nos sostienen y nos elevan con su estatura gigantesca” (Juan de Salisbury refiriéndose a su maestro, Metalogicon de 1159, III, 4).
Has sido subido P. Daniel a hombros de gigantes. En esta misma diócesis eres cargado en los hombros de San Rafael Guízar, del P. Martín del Campo, del cardenal Sergio Obeso Rivera. Has resonar la palabra en las homilías, en las catequesis, en los medios de comunicación y en los lugares a donde te lleve tu ministerio, aunque cuando entres a los nuevos areópagos te digan como a San Pablo: “Otro día te escucharemos”.
A lo mejor aquí en Veracruz no te lo dirán de manera tan educada como los griegos. Pero que no te desaliente el rechazo, el desprecio, la cerrazón y la soberbia, sabiendo que el hombre de hoy está hambriento de la verdad y encarcelado en el relativismo. Para que nunca desistas en esta tarea, recuerda el lema sacerdotal de San Juan Bosco: “Dame almas y quítame todo lo demás”.
En tercer lugar, P. Daniel, ten presente que, como sacerdote, serás ministro de la sangre de Cristo, como decía Santa Catalina de Siena. Comenzarás a donarte, a ser pan partido para los demás. Margarita, la mamá de San Juan Bosco, le dijo a su hijo el día de su ordenación: “Ya eres sacerdote, recuerda que comenzar a decir misa es comenzar a sufrir”.
No dejes de ofrecerte, de desgastarte por tu pueblo, de donarte por completo, así como Jesús entregó por nosotros hasta la última gota de su sangre. Tus agendas de trabajo podrán estar saturadas, pero más allá de lo programado el pueblo de Dios requerirá de tus sacrificios, de tus desvelos, de tu disponibilidad para atender las emergencias que no se pueden programar.
Finalmente, P. Daniel, como decía San Charles de Foucauld: «El sacerdote es un ostensorio, su deber es mostrar a Jesús. Él tiene que desaparecer para dejar que sólo se vea a Jesús...»
No dejes de presentar a Dios, no dejes de hablar de Dios pues eso quiere escuchar la gente de tus labios. Eres como una custodia, lleva a Jesús, muestra siempre a Jesús en tu vida sacerdotal. Lo aprendimos en esta comunidad, precisamente de San Antonio de Padua que en sus brazos lleva con cariño al Niño Jesús y que con la hostia consagrada y con el fuego de su palabra doblegaba a los herejes y hasta a las mulas. Me atrevo a darte la recomendación de San Josemaría Escrivá: “Sacerdote, hermano mío, habla siempre de Dios, que, si eres suyo, no habrá monotonía en tus coloquios”.
Deseo que seas un sacerdote como lo describe Chesterton en una de sus obras: “No niego, dijo, que deben haber sacerdotes para recordarle a los hombres que van a morir un día. Sólo digo que en ciertas épocas extrañas es necesario contar con otro tipo de sacerdotes, llamados poetas, para recordarle a los hombres que aún no están muertos”.
Deseo de todo corazón, porque la mano del Señor está contigo, que seas un sacerdote poeta. Que no solo pregones el memento mori a esta generación, sino que provoques la fascinación por la palabra y por la persona de Jesús, que le recuerdes a los hombres, en medio de las miserias y los peligros de este mundo, que están vivos, que hay esperanza, que tenemos una madre, que hay mucho por hacer y que Cristo se sigue ofreciendo por nosotros en el sacramento de la eucaristía.