SURSUM CORDA
No te echaré, Señor, de mi interior a pesar de mi sufrimiento
Pbro. José Juan Sánchez Jácome
En nuestra búsqueda de Dios podemos quedarnos con sucedáneos y aspectos parciales. Nos apasiona, en un momento dado, encontrarnos con ese Dios que es la perfección, la sabiduría y la omnipotencia. A veces incluso puede ser que, más allá de esa necesidad y ese deseo profundo de conocer a Dios, nos empuje la arrogancia, el querer pasarnos de listos para agarrarlo por sorpresa, para sacarlo de su “escondite”.
Dice el maestro Jean Lafrance: “Que no se desanime nadie, sino que recuerde que Dios no puede jamás ser tomado por asalto; se revela en la medida en que se lo desea y se lo llama”. Hay que desearlo, llamarlo; no investigarlo, cercarlo, pretender tomarlo por sorpresa.
En nuestro afán de conocerlo, medirlo, descubrirlo y controlarlo podemos dejar al margen lo más importante: el deseo de tener un encuentro con Él, de lograr una relación con Él.
Muchos filósofos, pensadores y escritores han recorrido este camino del conocimiento de Dios a partir de su interés de sacarlo de su escondite y tomarlo por asalto. No han podido encontrarse con el misterio de Dios, pero se han quedado en el umbral de su identidad al percibir, admirar y extasiarse con su sabiduría, con su omnipotencia y belleza.
Nosotros reconocemos que también empezamos con esta motivación de atraparlo, desenmascararlo, aunque muy pronto nos dimos cuenta que no somos tan originales e intrépidos. No hemos tomado nosotros la iniciativa, sino que es Dios el que nos anda buscando, el que toma la iniciativa y sale a nuestro encuentro.
Por eso los cristianos completamos la estrategia y además de buscar y estudiar a Dios, sobre todo nos hemos vinculado a Él para llegar a tener una relación personal con el Señor. Al aceptar que Dios nos anda buscando y al ir disfrutando su presencia nos hemos encontrado con una nota todavía más poderosa de Dios que los filósofos, pensadores y escritores jamás se imaginaron: la misericordia divina.
Los que llegan al conocimiento de Dios por sus propios métodos y esfuerzos descubren su sabiduría, omnipotencia, bondad y belleza. Pero los que deponemos nuestras propias seguridades y estrategias y le dejamos a Dios el control de nuestras vidas, saboreamos y gozamos su misericordia.
Además de la razón se necesita la fe para llegar a conocer a Dios. Sin embargo, reconocemos que es compleja la vida de fe. Hay cosas de la fe que aceptamos sin ninguna resistencia porque se imponen inmediatamente por su bondad, belleza y claridad. En nuestra vida cristiana hay cosas que hemos aceptado y comenzado a vivir sin ninguna dificultad porque llenan el alma de paz, fortaleza y alegría.
Hablando de estas cosas de la fe no necesitamos explicaciones ni grandes demostraciones porque el alma capta y acepta de manera espontánea su bondad, su belleza y su necesidad. Hay cosas de la fe que no nos han generado dudas ni cuestionamientos, más bien hemos llegado hasta a agradecer a Dios que en la vida haya ese orden, esa lógica, esa belleza y esa nobleza que impactan nuestra alma.
Otras cosas, en cambio, cuestan más aceptarlas, entenderlas y vivirlas. Hay cosas de la fe que no se entienden y asimilan tan fácilmente. La obediencia, la piedad y la humildad que da la fe nos lleva a respetar esas cosas que no entendemos a la primera, pero que forman parte de la vida cristiana.
Esos aspectos de la fe difíciles de comprender y aceptar requieren de mayor estudio y reflexión para llegar a captar su bondad y su belleza. Y habrá momentos en los que humanamente hablando nos sentiremos impotentes para esclarecer el significado de algunas cosas y en donde tendremos que suplicarle al Señor nos conceda su luz y su santo Espíritu para penetrar en su significado.
La fe, en definitiva, consiste en captar y aceptar lo que viene de Dios, aun cuando sea difícil aceptarlo y entenderlo. No se trata en este caso de ser religiosos y hombres de fe escogiendo únicamente lo que más nos gusta y lo que está al alcance de nuestra comprensión. La fe auténtica no escoge lo más cómodo, sino que acepta la revelación de Dios.
Aquí es donde, especialmente, la presencia de la Santísima Virgen María nos ayuda a entender que la fe además de amar a Dios es dejarse amar por Dios. Esas cosas que no aceptamos y entendemos fácilmente podemos llegar a comprenderlas cuando nos dejamos amar por Dios, como nos enseña nuestra Santísima Madre.
Protestamos más y nos tornamos menos fervorosos cuando vivimos situaciones que no entendemos ni sabemos procesar desde la fe. En esos momentos nos falta el silencio, la humildad y la obediencia de María para confiar en la bondad y en la providencia de Dios, para sentirnos en las manos de Dios a pesar de lo que estemos pasando.
Somos un pueblo de fe no sólo porque lo tengamos todo claro y porque aceptemos lo que nos toca vivir. También se puede decir que somos un pueblo de fe porque hay cosas que nos están haciendo sufrir y no entendemos el significado de muchas cosas. Pero a pesar de eso no renunciamos a Dios y seguimos peregrinando y aguardando la luz del Señor que aclarará nuestras dudas y dará calor a nuestros corazones para jamás dejar de sentirnos amados por Dios.
Que el inquebrantable ejemplo de fe de Etty Hillesum, en los campos de concentración, enfrentando las situaciones más extremas nos motive a defender hasta el final el lugar que Dios ocupa en nuestra vida, como lo expresa su reveladora oración:
“Corren malos tiempos, Dios mío. Esta noche me ocurrió algo por primera vez: estaba desvelada, con los ojos ardientes en la oscuridad, y veía imágenes del sufrimiento humano. Dios, te prometo una cosa: no haré que mis preocupaciones por el futuro pesen como un lastre en el día de hoy, aunque para eso se necesite cierta práctica... Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros. Tal vez así podamos hacer algo por resucitarte en los corazones desolados de la gente. Sí, mi Señor, parece ser que tú tampoco puedes cambiar mucho las circunstancias; al fin y al cabo, pertenecen a esta vida... Y con cada latido del corazón tengo más claro que tú no nos puedes ayudar, sino que debemos ayudarte nosotros a ti y que tenemos que defender hasta el final el lugar que ocupas en nuestro interior... Mantendré en un futuro próximo muchísimas más conversaciones contigo y de esta manera impediré que huyas de mí. Tú también vivirás pobres tiempos en mí, Señor, en los que no estarás alimentado por mi confianza. Pero, créeme, seguiré trabajando por ti y te seré fiel y no te echaré de mi interior”.