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SURSUM CORDA. María no está en las palmas de Jerusalén, pero no huye del desprecio del Gólgota

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SURSUM CORDA

María no está en las palmas de Jerusalén, pero no huye del desprecio del Gólgota

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Ha llegado finalmente el gozo, la luz y la paz con Cristo resucitado, después de días de mucho sufrimiento. Sin embargo, ¡cuánto dolor se ha experimentado en esta semana. Y aunque se llame semana santa, no deja de ser una semana dolorosa, de aflicciones, de traiciones, de infidelidades, de angustia y soledad.
Nuestra vida en este mundo se parece a la semana santa que hemos celebrado. No faltan sufrimientos, sobresaltos y dificultades. Muchas veces se estrella sobre nosotros el odio de los hombres y constatamos con miedo, frustración, impotencia y desesperanza la maldad del mundo.
Pero por muy dolorosa y desesperante que sea la situación que enfrentamos no deja de ser santa nuestra vida, no deja de ser sagrada nuestra existencia porque está llena de la presencia de Dios que sufrió antes por nosotros y que por medio de su muerte superó el odio y el dominio de la muerte.
Aunque pasemos por el sufrimiento, no deja de ser santa nuestra vida porque el Señor nos ha enseñado a no dejarnos aplastar por la maldad del mundo; nos ha entregado su palabra para no dejar de esperar el tercer día, en el que él nos dará la victoria; nos ha pedido que no perdamos nuestra bondad, cuando sintamos la tentación para responder con la misma maldad y agresividad que nos golpea de distintas maneras.
La santidad de esta semana no estriba únicamente en el hecho de haber llegado a presenciar el triunfo de Jesucristo sobre el sufrimiento y la muerte, sino en la manera como Jesucristo no deja de amar, de perdonar y de seguir adelante, a pesar de todo el sufrimiento que experimentó.
Por eso, cuando llega el dolor estamos llamados a aguardar la victoria de Jesucristo, pero mientras se cumplen esos tres días, también estamos llamados a perseverar y a mantenernos fieles, aun sintiendo la mordedura de la tentación que nos empuja a renegar de Dios y a asumir la misma lógica de la maldad.
Dice Paul Claudel que: «Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino ni siquiera a dar una explicación. Vino a llenarlo de su presencia». Y ahí vemos a Jesús padeciendo por amor, sufriendo por amor y soportando todos los sufrimientos por nuestra salvación.
Contamos con el ejemplo de Jesucristo y con su triunfo que siempre llega, aun cuando tengamos que pasar por la oscuridad. Es mucho tres días para el que sufre, pero también este tiempo se convierte en una prueba de fidelidad, esperanza y amor. Es un tiempo que el Señor Jesús llena con su presencia, invitándonos a permanecer en el amor y a sentirnos más unidos a su cruz redentora.
Precisamente para esos momentos de oscuridad y de dolor, el Señor Jesús, pensando en nuestra necesidad e indefensión, nos ha entregado a su santísima Madre. María, siendo la madre de Jesús, ensancha su maternidad al engendrarnos con dolor, junto a la cruz de nuestro Salvador.
Junto a la cruz de Jesús estaba María, que se mantuvo fiel a la misión de su Hijo Jesucristo. Su maternidad espiritual surgió junto a la cruz, nació en ese momento de dolor, cuando Jesús le dijo: “Mujer, ahí está tu hijo”.
Es como si Jesucristo le dijera: Me has amado siempre, has permanecido fiel hasta la muerte, te has asociado con tus siete espadas al misterio de la redención. Ahora te pido, ama y cuida de la misma manera a todos los hombres. En el apóstol Juan están representados todos tus hijos. Ahí están todos los hombres que pasan por el dolor, que se han quedado solos, que atraviesan la noche oscura, que sienten el aguijón de la muerte. Sostén a tus hijos, acompaña a tus hijos, como me has acompañado a mi hasta el último momento.
María se encuentra junto a la cruz del Señor. Y desde su maternidad espiritual nunca abandona a sus hijos en el tiempo de la prueba, en el momento de la aflicción, en las horas críticas de la vida. Permanece fiel acompañando, amando y sosteniendo la esperanza de sus hijos que con su presencia viven sus sufrimientos unidos a Jesús.
Inmediatamente comienza a vivir la maternidad espiritual, pues primero está con Jesús junto a la cruz. Y después la vemos junto a los apóstoles en el cenáculo. María llenó el cenáculo de la presencia de Jesús, de la esperanza que mantuvo en el cumplimiento de las palabras de su Hijo. Ahí está la madre consolando, fortaleciendo e infundiendo ánimos en esos hombres que no solo sufrían la muerte del Maestro, sino que también lamentaban su cobardía, haber renegado de él, haberlo dejado solo cuando más los necesitaba.
Estando junto a la cruz y en el cenáculo, y en los momentos más difíciles de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, María nos enseña a permanecer en nuestra misión, a no huir cuando somos requeridos, a florecer donde Dios nos ha plantado. María nos invita a vivir en la fidelidad y a no huir de la prueba. Estamos llamados a permanecer fieles y cuando lleguen las dificultades agarrarnos a este santo clavo de la fidelidad.
Nos dirá de manera sorprendente san Josemaría Escrivá de Balaguer: “¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! No la verán entre las palmas de Jerusalén, ni -fuera de las primicias de Caná- a la hora de los grandes milagros. Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, ‘iuxta crucem Jesu’, junto a la cruz de Jesús, su Madre”.
La hora de Jesús es el momento de la cruz. Y la hora de María es ese momento en el que el apóstol la recibe en su casa. Todos somos hijos de María. No dejemos de acogerla y de cuidarla. Esa ha sido la petición que nos hace un moribundo. Es de las últimas peticiones que Jesús nos hace antes de morir por nosotros. No dudemos en recibir a María, como el ángel le dijo a José: “No dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa...”
Para fraseando las palabras de ángel es necesario decir a todos los hombres: “No dudes en recibir a María, tu Madre. Jesús te la confía como Madre para que la lleves en tu corazón, para que la protejas y para que permitas que te lleve hasta mi presencia”. Porque María siempre te cambia la vida, te colma del amor de Dios y, en los momentos de dolor, nos llena de la presencia de su Hijo Jesús.
Por lo tanto, que no haya cruz ni sufrimiento en la vida en el que Jesús no se haga presente. María precisamente garantiza la presencia de Jesús en toda situación de sufrimiento. María no ha dejado de estar nunca en medio de las situaciones de sufrimiento. Nos ha acompañado para que nuestras cruces estén habitadas por el que ha sido crucificado.

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