SURSUM CORDA
Vivir la caridad para ser, como María, causa de alegría para los demás
Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Después de la fiesta de Pentecostés comenzamos a reconocer los frutos del Espíritu. ¿Qué pasa con quien ha recibido el Espíritu Santo? Suele suceder que al Espíritu lo relacionamos con las emociones, pero al Espíritu hay que relacionarlo con las grandes decisiones que tomamos en la vida. El Espíritu Santo no es cosa de emociones -que son pasajeras-, sino de grandes decisiones porque habita en el alma dándonos claridad, perseverancia y fortaleza.
La palabra de Dios que ha venido a nuestro encuentro en estas semanas se encarga de hacernos ver los frutos del Espíritu. Quisiera referirme directamente al acontecimiento de la visitación de la Virgen María a su prima Santa Isabel (Lc 1, 39-56), donde descubrimos con asombro la forma como el Espíritu Santo irrumpe en estas mujeres extraordinarias.
En María, el Espíritu Santo deja alegría y urgencia de llevar a Cristo. Y, en el caso de Isabel, el Espíritu Santo además de la alegría provoca humildad. Humildad y alegría son dos de los frutos que el Espíritu Santo deja en la vida de las personas.
Conviene hacer nuestras las palabras de Isabel que han marcado la espiritualidad cristiana: “¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?” Es una expresión que cada quien puede aplicar, haciendo una lectura de su propia vida, para cimentarnos en la humildad, especialmente en estos tiempos en los que exigiendo tanto el cumplimiento de “mis derechos”, ya no sabemos dar las gracias y reconocer la gratuidad del amor de Dios.
Cuánto bien nos hace rumiar esta expresión de Santa Isabel para que no nos cansemos de decir: “¿Quién soy yo para ser inmensamente amado? ¿Qué méritos he hecho para contar con el amor incondicional de Dios? ¿Quiénes somos nosotros para celebrar la santa misa? ¿Quiénes somos nosotros para recibir a Jesús en la hostia consagrada? ¿Quiénes somos nosotros para haber sido asistidos por la gracia de los sacramentos? ¿Quiénes somos nosotros para lograr experimentar el amor tan sincero y puro de tantas personas? ¿Quién soy yo para que tantas personas me hayan perdonado, hayan tenido paciencia conmigo y no se hayan desesperado de mi forma de ser? ¿Quiénes somos nosotros para que la Virgen de Guadalupe nos vea con amor de madre?
En la vida no hay que dar las cosas por supuestas, hay que aprender a ser humildes para no dejar de agradecer y de admirarnos por lo que sucede a nuestro alrededor. No podemos pretender que los demás tienen la obligación de verme y atenderme, sino siempre estar en condiciones de conmovernos y agradecer hasta los más pequeños gestos de amor que son un don que, sin merecerlo, recibimos gratuitamente de los demás.
Todos los días suceden cosas y llegan bendiciones a nuestra vida que hay que agradecer, ya que solemos ponernos en un plan estricto exigiendo cada vez más, incluso a Dios. En definitiva, creemos que todo lo merecemos y que Dios está obligado a cumplir hasta nuestros caprichos.
El Espíritu Santo integra virtudes que en nuestra manera de ver la vida pudieran parecernos irreconciliables. En efecto, la persona que es humilde no es una persona triste, pesimista, que tenga baja autoestima. A veces así se ha interpretado la humildad, pero va muy de la mano de la alegría. El que vive en la humildad anda en la verdad, como dice Santa Teresa de Ávila, y la verdad es que somos amados a pesar de nuestra pequeñez; y la verdad es que necesitamos tanto de Dios y sin él no podemos ir a ningún lado. La persona humilde en esencia es alegre porque ha sido tocada por el Espíritu Santo.
Por otra parte, el que tiene el Espíritu Santo es impulsado, no se queda instalado. El que reconoce que Dios habita en su vida, cuánta necesidad tiene de darlo a conocer. Es lo que hace María, consciente de la presencia de Jesús en su vida, tiene urgencia de compartirlo. Se levantó presurosa, dice el evangelio, con la urgencia de hacerse presente en la vida de una persona necesitada, porque el que reconoce que Jesús está en su vida siente urgencia de darlo a conocer.
El encuentro con Cristo, como te hace estar bien interiormente, te hace también darte cuenta del que no está bien. María transforma en caridad el anuncio del ángel, casi queriendo decir que una fe es auténtica solo si se convierte en caridad, yendo presurosos al encuentro del necesitado.
En la actitud de María reconocemos también la esencia de la caridad. La caridad por supuesto es dar un vaso de agua, dar de comer al hambriento y comprometernos con las necesidades de los demás, pero la esencia de la caridad, más allá de las obras de misericordia, es ser causa de alegría. Por eso en las letanías decimos que María es: “causa de nuestra alegría”.
La presencia de María alegra y sacia el hambre de Dios. Haríamos muy poco por los pobres si solamente nos preocupamos del pan material y no les damos el pan espiritual, que es el que puede causar la alegría, que es el que devuelve la esperanza y que es el que permite que, a pesar de las dificultades que enfrentemos, nos sintamos amados por Dios.
Cuando el Espíritu Santo desciende sobre los fieles, como lo hizo en la vida de María, nos impulsa a ser causa de alegría. Por eso, cuando damos a los demás, Dios nos colma de bendiciones. María se pone a servir y en ese acto de caridad recibe el Magnificat.
María necesitó de una persona para entender más a fondo lo que estaba experimentando. Uno hubiera esperado que María dijera el Magnificat en la presencia del ángel. Estaba delante de una visión celestial; ¡cuánta inspiración y cuánta emoción tendría en ese momento! Pero, contra lo que podría esperarse, proclama este cántico en la presencia de Isabel.
En la presencia de su prima se libera toda su alegría, se superan sus bloqueos y dice este hermoso cántico. Todos necesitamos de una Isabel para que Dios pueda desbloquearnos y lleguemos a la alabanza y la acción de gracias, al descubrir cómo Dios está actuando en nuestra vida. Lo que María no alcanzó a ver en la presencia del ángel, logró entenderlo en la presencia de Santa Isabel.
Pidamos al Señor que permanezcan en nuestra vida los frutos del Espíritu Santo para que a ejemplo de Santa Isabel aprendamos a ser humildes, a no pretender que merecemos todo, a saber sorprendernos de las cosas que llegan a nuestra vida, a no exigir nada a los demás, mucho menos a Dios. A ver todo en clave de gratuidad.
Estamos perdiendo la capacidad de fascinación. Dejan de sorprendernos las cosas y reaccionamos de manera fría, soberbia y escéptica. Cuánto bien nos hace Isabel para despertar nuestra admiración y gratitud a Dios y jamás perder la capacidad de asombro.
Y que, en medio de la violencia, la inseguridad, la confrontación y las dificultades, el Espíritu Santo conserve en nosotros la alegría. Que teniendo a nuestra propia Isabel Dios quite nuestros bloqueos para llegar a ser causa de alegría para los demás, como María, y cantemos las maravillas de Dios.