SURSUM CORDA
Los mártires mueren porque está vivo el Rey e imitan el poder de su amor
Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Los mártires mexicanos, como el padre Miguel Agustín Pro, de manera paradójica murieron al grito de ¡Viva Cristo Rey! Mueren porque está vivo el rey. Mueren gritando que viva el rey.
Este título aplicado a Jesucristo resulta paradójico para una mirada secular que se basa en los parámetros de la fuerza que despliega la poderosa imagen de un rey. ¿En dónde está el poder de un rey que no puede triunfar frente a sus perseguidores? ¿En qué se basa su poderío si no puede librar del patíbulo a sus servidores? ¿En qué consiste exactamente su reino si no logra preservar a sus discípulos? ¿Por qué le llaman rey si algunos dominan sobre él, como se ve en el Calvario y en la muerte de sus mártires?
En definitiva, estos cuestionamientos se relacionan con la pregunta que padeció Jesucristo -si acaso necesitaba agregar algo más a todos los padecimientos que había soportado-, cuando irritados los sumos sacerdotes, escribas y ancianos lo desafiaban: “Si de verdad es el rey de Israel que baje ahora de la cruz y creeremos en él” (Mt 27, 42).
Sigue siendo paradójico para la mentalidad secular que se hable de un rey que no gobierna, que no se sobrepone, que no somete a sus adversarios y que no triunfa sobre sus contrarios. Que, siendo Dios omnipotente, aparezca más bien como un Dios impotente.
Sin embargo, la mayor paradoja se encuentra en el hecho de que es rey porque no se bajó de la cruz. Infinidad de hombres y mujeres, a lo largo de los siglos, no dejan de creer en él, se mantienen en su seguimiento y son capaces de dar la vida por él, cruenta o incruentamente, porque no se bajó de la cruz, porque no es impotente, sino que reina sobre la cruz.
En la cruz sigue inspirando y señalando el camino para vencer sobre el odio, el pecado y la violencia. El hombre de nuestro tiempo también sigue quedando cautivado por el misterio de amor y perdón del crucificado, como el centurión y sus compañeros que al morir Jesús en la cruz exclamaron: “Verdaderamente éste era hijo de Dios” (Mt 27, 54); o como el ladrón que finalmente desiste de su maldad, de pertenecer al reino del mal, para pedir a Jesús ser admitido en su reino: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23, 42).
Jesús sigue reinando y no dejará de reinar, aunque muchas veces pese la paradoja y nos parezca que triunfa el pecado y que la maldad tiene la última palabra. Como en el Calvario, el mal es amenazante, vuelca todo su desprecio, no se apiada de nadie, seduce a los hombres, despierta las bajas pasiones, hace que reinen el miedo y el terror.
Pero a pesar de este ruido, el bien no es destruido, el amor jamás se doblega y no deja de ser fundamentalmente la única salida posible frente a la violencia y la maldad. El bien se sigue difundiendo a través del amor y del perdón que sostiene a los discípulos de Jesús en las situaciones críticas y en los momentos más trágicos.
Imitando al rey, clavado en la cruz, que perdonó a sus verdugos, Esteban perdonó a los que lo apedrearon hasta matarlo; el Padre Pro perdonó y bendijo a los soldados que lo fusilaron; el niño José Sánchez del Río perdonó a los que lo mataron de manera desalmada; María Goretti perdonó a su asesino e incluso manifestó inauditamente que lo quería con ella en el cielo; y la Virgen María, sin derramar su sangre, fue desgarrada en su corazón ante la crucifixión de su Hijo, y en su corazón desgarrado entramos todos, incluso los que “no saben lo que hacen” y siguen causando mucho daño a los demás.
Así lo destaca el P. José Luis Martín Descalzo en su Stabat Mater: “No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me caben todos”.
Jesús sigue reinando en el corazón de tantos hombres y mujeres que responden al odio con amor y que no dejan de testimoniar el evangelio, incluso cuando está en riesgo su propia vida.
Decía Santo Toribio Romo, mártir de Cristo Rey, patrono de nuestros hermanos migrantes: “Señor perdóname si soy atrevido, pero te ruego me concedas ese favor; no me dejes ni un día de mi vida sin decir la Misa, sin abrazarte en la Comunión; y si por castigo de mis enormes pecados, de mis pecados de sacerdote, tengo que sentir tu castigo de no alcanzar algún día este favor, dame en cambio mucha hambre de Ti, una sed de recibirte, que no me deje de atormentar el día que no haya bebido de esa agua que Tú das, que brota de la roca bendita de tu costado herido. [...] ¡Mi Buen Jesús! ‘Decir Misa y morir’ yo te ruego: ‘Morir sin dejar de decir una misa’”.
Una poesía anónima, encontrada en los archivos de la Liga Nacional de la Defensa de la Libertad religiosa, se refiere a la Vida, obra y muerte del padre Pedro Maldonado:
Quejas de un cura perseguido
Pasaron las noches de angustia infinita;
los días de tormento con hambre y pavor;
los perros de Calles con hambre inaudita,
catearon mi casa, buscando al curita,
saciando en mis deudos su saña y furor.
¿Cuál era mi crimen?, vestir la sotana,
portar la corona, tener pantalón;
había que usar flechas, plumas y macana,
vender la conciencia y el alma cristiana,
y, en fin, prostituirme al gobierno ladrón.
Prefiero la muerte: yo soy sacerdote.
Prefiero el destierro: no soy ser tan vil.
Mejor la guardia del tigre o coyote,
mejor el martirio que ser Iscariote,
mejor ermitaño que infame servil...”
Jesús reina no como los reyes del mundo, no como los reyes del momento que, enfermos de poder, oprimen, persiguen y desprecian. Su realeza no se relaciona con un poder cualquiera, sino con el omnipotente poder del amor. Como decía Juan Pablo II: “¡El amor vence siempre! ¡Como Cristo ha vencido! ¡El amor ha vencido! Aunque en ocasiones, ante sucesos y situaciones concretas, pueda parecernos impotente. Cristo parecía impotente en la Cruz. ¡Dios siempre puede más!”
Su único poder es el amor, el amor que se entrega para dar vida, vida eterna; el amor que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento y encender la esperanza en la más densa oscuridad.
En junio de 1848 agonizaba en París el célebre escritor Chateaubriand, autor de “El Genio del Cristianismo”. Unos pocos amigos rezaban en silencio junto a su lecho. De pronto se oyó el estampido de un cañón que anunciaba la próxima caída de la monarquía de Luis Felipe y el advenimiento de la república. El moribundo abrió los ojos y con un hilo de voz preguntó:
- ¿Qué sucede?
- Cambian el jefe del gobierno, se le respondió.
- ¿Sí? -dijo el enfermo-. Denme mi Crucifijo. Lo tomó en sus manos y exclamó: “Desgraciados, cada momento cambian de gobierno... No quieren comprender que sólo Jesús los puede salvar. ¡He aquí mi Rey! Dulce me fue vivir por Él; ¡será mi gloria morir con Él!”
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