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SURSUM CORDA. Espero la Navidad porque yo no puedo solo: necesito ser salvado

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SURSUM CORDA

Espero la Navidad porque yo no puedo solo: necesito ser salvado

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Han aparecido, en este tiempo de adviento, referencias preciosas acerca de dos juanes que envuelven de misterio, de luz y de esperanza el camino que estamos recorriendo para llegar a celebrar dignamente el nacimiento del salvador del mundo.
Hay una pléyade de juanes en la historia de la salvación y en la vida de la Iglesia, por lo que sería una empresa titánica señalar a cada uno de ellos. Por lo menos quisiera referirme directamente a Juan el Bautista y a San Juan de la Cruz, cuyos ejemplos confirman los dones que deja la presencia de Dios en la vida de un alma, dones que por cierto únicamente el Espíritu Santo puede suscitar al mismo tiempo en la vida de una persona.
La presencia de Dios en un alma provoca carácter, como el que la Biblia le reconoce a Juan Bautista. Tenía fortaleza y pasión para hablar de Dios y para que su anuncio no endulzara los oídos, sino conmoviera los corazones de sus oyentes. Siempre la palabra de Dios lleva el consuelo y la paz a las personas, pero es más difícil -en el nombre de Dios- lograr que las personas acepten la urgencia y necesidad de un cambio sincero.
Esa capacidad Dios la da a quienes cuidan la relación con él, como Juan Bautista que tenía fuego en sus palabras. De ahí que Jesús llegara a decir acerca del Bautista: “Todos los profetas y la ley profetizaron, hasta Juan; y si quieren creerlo, él es Elías, el que habría de venir”.
Juan tenía fuego en sus palabras, pues contaba con la capacidad de tocar los corazones y lograr el arrepentimiento de sus seguidores. Se destaca en este gran profeta la fortaleza para enfrentar las adversidades y el carácter para señalar el pecado de los demás e insistirles que, si Dios está por venir y quiere poner su morada entre nosotros, no podemos seguir viviendo con nuestro pecado.
El evangelio destaca que la gente quedaba muy cuestionada de su mensaje y le preguntaban a Juan, la gente sencilla e incluso los soldados: “¿qué tenemos que hacer?” El precursor tenía una respuesta para cada caso y señalaba hechos concretos para que se comprometieran en una vida de conversión, dejando la mentira, los abusos de poder, la corrupción, las injusticias y toda la situación de pecado.
Por tanto, el fuego que llevaban sus palabras tenía el poder de convencer a las personas, pues cuando Dios llega al hombre no se le puede recibir llevando una vida de pecado, hay que abrir los horizontes, hay que cambiar, hay que lograr una verdadera conversión.
Este aspecto de la conversión o metánoia lo explica Mons. Robert Barron de esta manera: “Lo que Jesús pide en la metánoia es la transformación del alma pequeña, aterrorizada y egoísta, en el alma grande, confiada y altísima. La visión del reino, en resumen, no es para los pusilánimes sino para los magnánimos”.
Hay un segundo aspecto que confirma la presencia de Dios en la vida de un alma. La presencia de Dios deja dulzura, paz, mansedumbre y poesía en la vida de una persona. Esto es precisamente lo que se destaca en la vida de San Juan de la Cruz, quien llegó a ser un alma buena y noble, convirtiéndose en un poeta de Dios.
Por medio de sus escritos, llenos de imágenes, llega a expresar de manera bella y elocuente, desde la capacidad de nuestro lenguaje, lo que ve una persona, así como lo que experimenta cuando Dios se acerca a su vida, cuando Dios hace morada en su corazón. Más que alcanzar a Dios es alcanzada por él y lo que no puede conocer por sí misma le es revelado en esos momentos de intimidad.
El Espíritu Santo concede estos dones, dos aspectos difíciles de encontrar al mismo tiempo en la vida de una persona: fortaleza y suavidad, firmeza y delicadeza, carácter y elegancia, para hablar de Dios. Se les concede el don del Espíritu Santo, como al Bautista, y la inspiración, como a San Juan de la Cruz.
Estos aspectos no esconden la parte trágica que a cada uno de ellos le tocó vivir. Juan Bautista, de hecho, fue encarcelado y decapitado. Por su parte, San Juan de la Cruz fue encarcelado y perseguido por sus mismos hermanos de comunidad.
Solo el Espíritu Santo hace posible que, a pesar de las durísimas adversidades, se mantengan fieles a su misión, conserven el fuego en sus palabras y la pasión por Cristo Jesús, como San Juan de la Cruz que pudo expresarse con dulzura y poesía acerca del misterio de Dios, desde su propia experiencia de sufrimiento.
Una de sus enseñanzas parte de su propia experiencia. Por eso, recomendaba: “Siempre que te suceda algo ingrato o desagradable, recuerda a Cristo crucificado y guarda silencio”. En vez de desquitarte y despotricar, en vez de lastimar como te lastiman a ti, en vez de atacar como te atacan a ti, mira a Cristo, contempla a tu Señor que murió por ti; ese acto de contemplación al crucificado es una revelación.
Cuando está uno lleno de odio, venganza, violencia y maldad, se necesita mirar al crucificado para que se revele y nos invada el amor que es lo único que nos puede ayudar a superar la violencia, el odio y el dolor que provocan la maldad y el pecado de los hombres.
Por eso, en la última parte de su enseñanza destacaba la realidad del silencio al señalar: “El silencio es el primer lenguaje de Dios”. Si tú quieres avanzar en el conocimiento de Dios, guarda silencio, porque si seguimos viviendo de manera locuaz y ruidosa no lograremos escuchar a Dios que susurra su presencia en el silencio.
Al admirar su poesía, recordemos que su punto de partida fue la asimilación del sufrimiento y del silencio, pues solo si vaciamos nuestro corazón, Dios lo podrá llenar de su presencia.
También llegaba a asegurar que: “Dios mora en secreto en todas las almas, pero en unas mora como en su casa, y en otras como un extraño en casa ajena, donde no le dejan mandar ni hacer nada”. Esas almas, las primeras, son las que guardan silencio, lo escuchan y viven lo que les pide. Las otras, en cambio, no le dejan hacer nada, no le permiten moverse. En esos casos no puede vaciar todo su amor, porque están llenas de las cosas del mundo.
Que en estos últimos días de adviento la palabra del Bautista toque nuestros corazones y que el mensaje místico de San Juan de la Cruz nos enamore más del Señor, para que aumente nuestro gozo ante su llegada. Dejemos que la ternura del Niño Jesús nos conquiste para el amor y la reconciliación, y nos lleve a reconocer la inmensa necesidad que tenemos del salvador del mundo.
Y que, además de admirar la gloria de Dios en el Niño Jesús, reconozcamos con estupor que también nosotros somos esperados por él. Mientras llega el momento y crece la expectación podemos apropiarnos esta oración de Mons. Víctor Manuel Fernández:
“Alguien que me salve
Necesito alguien que me salve
del odio y de la desconfianza permanente,
del vacío y del sinsentido,
del miedo y la inseguridad,
de una vida asfixiada y sin horizontes
Pero yo no puedo solo y vuelvo al barro
Necesito ser salvado
Por eso espero la Navidad”.

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