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Sursum Corda. El descubrimiento vocacional comunica una nueva belleza a las cosas

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Sursum Corda
El descubrimiento vocacional comunica una nueva belleza a las cosas

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Al inicio del año la palabra de Dios nos ha venido presentando relatos fascinantes de historias vocacionales donde se nos dan pormenores de la experiencia de los jóvenes cuando reciben el llamado de Dios. Hemos meditado sobre el llamado a Samuel, al rey David, a Jonás y a los primeros discípulos del Señor.
De esta forma la palabra de Dios ha venido anticipando, iluminando y arropando con estas enseñanzas bíblicas una de las tareas pastorales que se impulsarán en el Año juvenil vocacional que estamos iniciando en nuestra diócesis.
A partir de estos casos concretos con sus dudas, sorpresas y resistencias quisiera destacar cuatro signos que aparecen en estos textos y que nos ayudan a clarificar y consolidar la propia realidad vocacional y nuestra vida espiritual.
Se trata de signos concretos que confirman que hemos tenido una experiencia de encuentro con el Señor. Podemos ser fervorosos y sensibles a las cosas sagradas, destacarnos por ser personas religiosas, pero quisiéramos estar seguros de que lo que sentimos, pensamos y nos mantiene inquietos, realmente viene de un encuentro con Dios.
¿Cómo estar seguros que lo que sentimos y queremos hacer viene del cielo y no es fruto de la imaginación? ¿Cómo puedo estar seguro que lo que hago, siento y expreso a Dios forma parte realmente de la vida cristiana? ¿Cómo estar seguros que lo que hacemos no es costumbre ni simple tradición, sino que es algo que Dios ha desencadenado en nuestras almas?
En primer lugar, cuando Dios llega a nuestra vida, nos hace sentirnos amados, acogidos y comprendidos. Reconocemos que tenemos un lugar en el corazón de Dios. Llega el Señor para abrasarnos con su amor, por lo que sentimos la necesidad de cambiar ante la experiencia inesperada del amor de Dios.
Al reconocernos amados, a pesar de nuestra historia y de nuestro pecado, sentimos la necesidad de corresponder. No podemos ser tan miserables de quedarnos en nuestro propio pecado, sino que se siente la necesidad de corresponder iniciando un proceso de conversión.
El amor de Dios nos impulsa a corresponder con nuestro amor para no quedarnos en nuestro pecado. No es únicamente que se sienta uno motivado e inspirado con la fe, sino verdaderamente tocado por la gracia de Dios para corresponder.
Hay hermanos que se pueden sentir contentos y motivados con su fe, pero no se comprometen para cambiar su mal proceder. No basta sentirnos motivados, sino llegar a experimentarnos amados para que nos sintamos animados a superar nuestro pecado.
En segundo lugar, así como se sienten la necesidad de corresponder cambiando la vida, también dan ganas de hacer algo por Dios. Esta experiencia nos lleva a asumir la agenda de Dios, se nos abren los ojos y descubre uno tantas necesidades donde podemos ir en nombre de Dios. Además de sentirnos amados, nos sentimos también enviados.
Cuando nos encontramos con Dios no nos ponemos en la lógica de exigir nuestros derechos o de reclamar que nos atiendan, como sucede en el ambiente de nuestra sociedad seducida por la cultura dominante. Descubrimos la gratuidad de Dios, que hemos sido creados, amados y perdonados de manera gratuita y por eso no nos ponemos en plan de exigir y de reclamar supuestos merecimientos. En la vida cristiana agradecemos todo lo que hemos recibido sin merecerlo y por eso queremos compartir lo que indignamente hemos recibido.
En tercer lugar, el encuentro con Cristo nos lleva a la Iglesia y a vivir en comunión con los hermanos. Reconocemos que no podemos solos y que necesitamos de la guía y el acompañamiento de la Iglesia para clarificar la voz de Dios y descubrir nuestra vocación.
Juan el Bautista tuvo la capacidad de interesar a los discípulos y de provocar en ellos la expectativa y fascinación por Jesús. Le bastó señalar a Jesús como el “Cordero de Dios” para que los discípulos lo siguieran y ya no quisieran separarse de él. Es lo que hace un guía espiritual: despierta la fascinación y el hambre de Dios.
En cuarto lugar, es importante hacer cosas para Dios, especialmente en estos tiempos de tantas necesidades. Pero, antes que a la misión, Dios nos llama a la relación con él. Hay mucho trabajo en la Iglesia, pero debemos encontrar tiempo para estar con Jesús.
Si no escuchamos primero a Dios no tenemos nada que decirle al mundo. No podemos seguir repitiendo noticias negativas ni pronósticos desalentadores. Hay que escuchar a Dios para que él nos manifieste la luz y la esperanza.
Muchos se emocionan cuando ven producciones y series acerca de Jesús. Este tipo de producciones pueden tocar los sentimientos, pero la oración toca el corazón. Los sentimientos van y vienen, pero el encuentro con Jesús nos marca para toda la vida y nos revela lo que es esencial para compartir a los demás.
Al buscar momentos para Dios podemos ir venciendo los miedos y resistencias. De hecho, en las grandes vocaciones de la Biblia, cuando Dios llama al hombre, se constatan ciertas resistencias ante lo que en ese momento los elegidos consideran un encargo que va más allá de sus propias capacidades. La primera reacción los lleva a mirar la propia realidad personal que la ven en franca desproporción con la misión que Dios quiere confiarles.
Si bien en algunos casos afloran las propias seguridades o la enorme dependencia de sus bienes y de su propio entorno que los lleva a rechazar la propuesta del Señor, en la mayor parte de los casos las resistencias parten más bien de la sencillez de las personas y de la lectura que en ese momento hacen de la propuesta de Dios, constatando su propia realidad personal.
Sin embargo, poco a poco van cayendo en la cuenta de que el llamado de Dios está relacionado con la gracia que Él concede para poder responder generosa y confiadamente. Llegan a descubrir que Dios permanece fiel, que Él va acompañando permanentemente la misión que confía y que no es simplemente por los méritos personales ni por las cualidades humanas por las que se consigue responder a su llamado, sino sobre todo por su amor, por su confianza y por su fidelidad que transforman el corazón del hombre.
El misterio de la vocación consiste en confiar que, aunque humanamente hablando nos falten muchas cosas, la gracia de Dios nos dará lo que necesitamos para responder y para sentirnos dichosos con el llamado de Dios.
La Iglesia busca transmitir a los jóvenes: la alegría que deja Cristo en la vida, pues “El descubrimiento de la vocación personal es el momento más importante de toda existencia. Hace que todo cambie sin cambiar nada, de modo semejante a como un paisaje, siendo el mismo, es distinto después de salir el sol que antes, cuando lo bañaba la luna con su luz o le envolvían las tinieblas de la noche. Todo descubrimiento comunica una nueva belleza a las cosas y, como al arrojar nueva luz provoca nuevas sombras, es preludio de otros descubrimientos y de luces nuevas, de más belleza” (F. Suárez).

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