Armando Bonilla/ Agencia Informativa Conacyt/ Ciudad de México.- Ana Paula Rivera García decidió estudiar psicología porque le maravillaba una disciplina que analiza algo tan abstracto como las emociones. En ese entonces no imaginó que ella misma experimentaría un cuadro depresivo que impactaría su vida, pero también le daría impulso a su quehacer científico.
Hoy en día, se encuentra en la etapa final de su doctorado en ciencias biológicas y de la salud, también es investigadora en ciencias médicas adscrita al Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz, donde estudia los trastornos de sueño asociados a depresión en mujeres; gracias a ello combina su pasión por entender las emociones durante el contenido onírico y un problema de salud emocional que ella misma experimentó.
Incluso, su trabajo más reciente sobre despertares experimentales en mujeres con depresión —estudio piloto— para evaluar la actividad eléctrica de su cerebro durante el contenido onírico, así como la carga emocional de sus sueños, resultados que comparó con los de pacientes sanos, le valió una invitación para sumarse a través de una estancia de investigación a un equipo internacional y desarrollar más su línea de trabajo.
Una inquietud fascinante
Cuando Ana Paula Rivera cursaba el nivel bachillerato en el Centro de Integración Educativa —durante la clase de biología—, entró en contacto con términos científicos que, acorde con la inquietud que siempre sintió por entender a las personas, le resultaron fascinantes.
“Esa era para mí la primera vez que escuchaba hablar de la amígdala, de las neuronas y sencillamente me pareció fascinante la posibilidad de estudiar elementos encargados de generar y regular las emociones de las personas y eso me hizo pensar que estudiaría medicina o psicología. Finalmente me decidí por la segunda, porque me causaba conflicto estar en contacto con la sangre y en medicina eso es fundamental”.
Tomada la decisión, la joven Ana Paula ingresó a la carrera de psicología en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde el primer obstáculo que tuvo que sortear fue el cambio de sistema, pues toda su vida académica, hasta ese momento, la había cursado en escuelas particulares, donde la matrícula es mucho menor a la de una institución pública como la UNAM y, en consecuencia, la atención es, hasta cierto punto, mucho más personalizada.
Mientras cursaba la licenciatura, experimentó la pérdida de un ser muy allegado a ella y para sobreponerse anímicamente tuvo que tomar terapia. Esa experiencia la hizo pensar incluso que podría orientar su camino hacia la parte clínica; sin embargo, al avanzar en la carrera y cursar otras materias, entendió que su camino estaba en el ámbito científico.
“Recuerdo que alguna ocasión el doctor Alfonso Escobar Izquierdo, con quien tuve la fortuna de tomar clases, nos invitó a su laboratorio y ahí fue la primera vez que vi el cerebro de una persona conservado en formol; entrar a ese laboratorio me motivó a seguirme formando académicamente para convertirme en investigadora”.
Con la mirada puesta en la meta de convertirse en científica y gracias al consejo de algunos profesores realizó, cuando aún era estudiante, prácticas profesionales en el Laboratorio de Cronobiología del Sueño en el Instituto Nacional de Psiquiatría, a cargo del doctor José María Calvo, con quien ya tomaba clases en esa institución.
“Yo tomaba la clase con él y le pedí oportunidad para realizar prácticas profesionales en su laboratorio, me dijo que sí y a partir de ese momento me fue guiando en el quehacer científico, e incluso me ayudó a delinear mi proyecto de tesis, el cual desafortunadamente no pude concluir con él debido a su fallecimiento”.
Ese trabajo, que se inspiró en los gestos que hacen los niños al dormir, la llevó poco a poco al estudio de las emociones durante el contenido onírico, línea de investigación que siguió desarrollando y ampliando con el tiempo, hasta el punto actual donde estudia los sueños y emociones de mujeres con depresión mayor.
De observadora de emociones a partícipe de un cuadro depresivo
Aun cuando ya estaba inmersa en el quehacer científico de un laboratorio real y desarrollaba trabajos de investigación vinculados a su área de interés, la pérdida de su mentor y la sensación de incertidumbre que en ella —y todos los científicos en formación que había en el laboratorio— generó ese suceso, la motivaron a incrementar su formación académica para responder a las necesidades y exigencias de ese laboratorio.
No obstante, lo que comenzó como una idea llena de entusiasmo, se convirtió en un fuerte golpe anímico cuando la joven investigadora fue rechazada del doctorado que solicitó. El impacto negativo fue tal que comenzó a desarrollar síntomas depresivos hasta el grado de retomar sus terapias.
“Cuando me postulé para un doctorado en la Universidad de Boston, dediqué más de un año y medio a mi preparación, incluso ya había contactado al investigador con quien quería trabajar y él me abrió las puertas de su laboratorio, pero no fui aceptada al realizar el trámite formal porque tuve un mal puntaje en matemáticas. A partir de ese momento, anímicamente me vine abajo, entré en depresión y eso se vio reflejado en mi trabajo”.
Más de un año le tomó a la investigadora entender que había caído en depresión y que necesitaba retomar las terapias. Con el apoyo de su familia cercana y colaboradores, superó el cuadro depresivo y logró la motivación necesaria para acercarse a ese problema a través de su quehacer científico; fue así como comenzó a trabajar en el impacto de la depresión en el contenido onírico de las mujeres.
En esa línea de trabajo ha logrado importantes hallazgos, como identificar que las mujeres con depresión mayor pierden la capacidad de soñar y experimentan cada vez menos emociones durante sus ensoñaciones. Incluso reportó que el contenido de sus sueños es mucho más abstracto que el de una mujer sana.
Maternidad, un reto profesional que convirtió en impulso su carrera
Uno de los momentos de mayores contrastes en la vida de la investigadora fue cuando se embarazó, pues la alegría de ser madre se vio contrariada con el impacto que ello significó en su vida profesional.
“Ahora que tengo a mi hija definitivamente cambiaron mis prioridades y ha sido un gran reto adaptarme a la vida académica (…) La maternidad llegó en mi tercer año de doctorado y tuve que trabajar a marchas forzadas durante todo mi embarazo para sacar adelante mi proyecto de investigación”.
Pero los contrastes emocionales van más allá de tener que trabajar el doble, pues como mujer se enfrenta a la necesidad de atender a su hija y no descuidar el trabajo. Esa situación —como a muchas mujeres en las mismas condiciones— le genera un sentimiento de culpa porque percibe su vida profesional como un distractor ante la atención que debe brindar a su hija, y viceversa.
“Cuando logré desprenderme de esa sensación, mi embarazo me motivó mucho porque pensé: ‘Ahora lo haré por mi hija, por ella voy a trabajar el doble’; eso, considero, me volvió una persona más enfocada en lo que debo hacer en mi tiempo laboral y, en consecuencia, más productiva”, concluyó.